Qué aprenden los niños al imitar a los mayores

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Imitar a las personas más cercanas es una de las actividades favoritas de un niño desde que nace. Y, precisamente, es este mimetismo lo que le hace aprender y crecer. Nos lo explica la psiquiatra infantil Catherine Jousselme.

Imita para comunicarse

Saca la lengua a un recién nacido: ¡él te la sacará a ti! Esta tendencia a imitar los gestos y las muecas de las personas que le cuidan es innata: responde a la actividad de unas neuronas concretas del cerebro, las denominadas «neuronas espejo». Pero rápidamente, esta imitación, que al principio sólo es un reflejo, se hace más sutil y adquiere sentido. El bebé nota que, imitando tu sonrisa, despierta en ti una reacción de alegría, con besos y mimos incluidos. Constata el mismo entusiasmo cuando balbucea tratando de repetir la entonación de las frases que le dirigen. La reacción efusiva de los adultos le impulsa a reforzar este comportamiento imitativo y, con ello, a interactuar, a comunicarse más y más con ellos. Y así, con el paso de los meses, aprende a decodificar las emociones que se expresan con el rostro y, sobre todo, a hablar.

El niño imita para tolerar la frustración

¡Menuda regañina le está soltando a su peluche! ¿Qué le pasa? Tal vez está reproduciendo una situación en la que tú le regañabas a él. Incluso si aún no habla bien, trata de imitar lo mejor posible tu tono severo: se ha metido a fondo en el papel y al pobre peluche no le queda más remedio que aguantar el chaparrón… En este caso, la imitación tiene una dimensión distinta: le lleva al terreno de la identificación. En este caso, va un paso más allá: no «hace como si fuese» papá o mamá, sino que, por un momento, «es» papá o mamá. Ponerse en vuestro lugar le ayuda a interiorizar las exigencias y los límites que le imponéis. Además, al desahogarse con su peluche, libera en parte el disgusto que siente cuando le reñís. Una manera de recuperarse (asimilar el enfado de sus padres) y de sobrellevar mejor en el futuro situaciones similares.

Imita para crecer

Hacia los 18-24 meses, a los niños les fascina imitar las actividades del día a día: hacen como que bañan al osito, dan de comer a la muñeca, desvisten y visten al peluche… Están inmersos en la etapa del juego simbólico. No hace falta una bañera para el baño ni un plato de puré de verdad para dar la cena a la muñeca. En esta fase, el niño ya ha superado la imitación refleja del principio y pasa a la imitación abstracta. Es la prueba de que ha dado un paso de gigante en su desarrollo. Y otro gran logro: al imitar las acciones que llevan a cabo sus padres cuando le atienden, las repite, las practica y, poco a poco, va aprendiendo a realizarlas por sí mismo. En definitiva, en la difícil conquista de la autonomía, la imitación le presta una ayuda decisiva.

El niño imita para entender el mundo

Hacia los 3 años, empieza a jugar a las tiendas, a los médicos o a papás y mamás. Cuando juega, ya no repite situaciones ni reproduce acciones cotidianas, sino que imita personajes ajenos al entorno familiar (incluidos papá y mamá, que pueden muy bien ser los de los amiguitos). De este modo, se abre para él el universo social. El niño intenta entender el comportamiento de todos esos adultos: las relaciones que establecen entre sí, las emociones que experimentan, las emociones que él mismo sentiría si estuviese en su lugar, cómo actuaría si fuese un médico que cura a los demás o una maestra que enseña a los niños, etc. Se trata de una imitación muy creativa e imaginativa que le sirve de compañía en el descubrimiento de la sociedad.